lunes, 17 de septiembre de 2012

El reto de la desigualdad

El 17 de septiembre de 2011, cientos de personas se concentraron en el parque Zuccoti de Nueva York. Reclamaban alternativas. Compartían un sentimiento de indignación ante la creciente desigualdad. Había comenzado el fenómeno Occupy Wall Street. 

Desde aquel día, el grito de “Somos el 99%” sería repetido cientos, miles de veces. El otro  uno por ciento concentra cerca de la mitad de la riqueza en Estados Unidos, gracias a un modelo que ha favorecido la creciente desigualdad  que permitió a unos pocos acumular riquezas mientras la mayoría de ciudadanos experimentaba un deterioro en sus condiciones de vida.

El año pasado se alcanzaron cifras récord en venta de armamento y en el número de personas con un patrimonio superior a los 1.000 millones de dólares.

Mientras,  millones de personas fueron víctimas del hambre y varias miles expulsadas de sus casas. Otras muchas vieron como comenzaba a desvanecerse el sueño de la igualdad de oportunidades; como consecuencia de las políticas de austeridad.

Ante este panorama se rebela Joseph E. Stiglitz con su libro El precio de la desigualdad. Alerta de los costes sociales y económicos (en forma de economías menos productivas y eficientes) que conlleva la desigualdad social, en máximos históricos a nivel global.

Duncan Green, responsable de Campañas de Oxfam, defendía, en un texto publicado en 2008 , que “la desigualdad socava la sociedad y sus instituciones” al favorecer el éxito de las presiones ejercidas por las élites. De la misma forma, recuerda el enorme coste que representa en términos de potencial humano desaprovechado,que “la  educación  es  la  mejor  manera  de romper la transmisión de privaciones de una generación a la siguiente” y anuncia el fracaso de los denominados “métodos antiguos”, entre los que incluye la democracia de baja intensidad y la economía del goteo.

Branko Milanovic, economista del Banco Mundial,  identifica las enormes desigualdades en la distribución de ingresos como “causa real de la crisis financiera” a la vez que afirma que “en un sistema democrático, no es posible la estabilidad política con un modelo de desarrollo excesivamente desigual”.

Olga Rodríguez, quien comparte el malestar ante el estado actual de las cosas,  explica en su último libro ”Yo muero hoy” la relación entre los recortes en sectores sociales básicos y el auge de la participación ciudadana dentro de movimientos críticos en el Norte de África.

El estallido social en Túnez, donde los sucesivos dirigentes aplicaron recomendaciones de las instituciones financieras internacionales, demostró que los resultados macroeconómicos positivos no son suficientes. Por el contrario, como argumenta Amartya Sen, el crecimiento económico no debe ser un fin en sí mismo sino tener el desarrollo humano como meta.

Por último, Nouriel Roubini  considera que el modelo de laissez-faire ha fracasado. Recuerda, en un importante texto, que el auge de los Estados del Bienestar, a partir de los años cuarenta, condujo a un periodo de disminución de la desigualdad acompañado de crecimiento económico. Critica la herencia de los impulsos de Reagan y Thatcher en favor de la desregulación masiva. Para el futuro queda una advertencia:
“Cualquier modelo económico que no responda adecuadamente al reto de la desigualdad tendrá que hacer frente a una crisis de legitimidad”.


*Publicado en Miradas de Internacional